Por: Ale Vega (@PATHGRETEL)
La primera toma que aparece frente a nosotros, la encargada de abrir El sacrificio del ciervo sagrado, es una operación a corazón abierto. Y es en esa escena, en la que observamos claramente los latidos del órgano y una importante cantidad de sangre, la que nos hace preguntarnos si estamos listos para lo que viene. Acompañada de violines dramáticos como fondo, está dándonos la bienvenida a una tragedia que se entiende desde el nombre, pero que estamos a punto de ver plasmada en nuestro siglo, nuestro tiempo, adaptada a la vida de cualquiera de nosotros.
Steven Murphy (Colin Farrell) es un cardiólogo reconocido y encabeza una familia ejemplar. Su hermosa esposa Anna (Nicole Kidman) es oftalmóloga y sus hijos adolescentes, Kim y Bob (Raffey Cassidy y Sunny Suljic), son chicos encantadores con talento musical. Este escenario idílico se ve enrarecido con la presencia de Martin (Barry Keoghan), un joven que parece estar “apadrinado” por Steven, sin que sepamos bien por qué.
A través del desarrollo de las escenas y de los breves diálogos de los personajes, Yorgos Lanthimos, el director de la película, va develándonos capa tras capa quién es Martin y cómo cambiará la vida de esta adinerada (y un tanto monótona) familia. Una vez que descubrimos cuál es motivo principal de la existencia del joven, la película deja a un lado los momentos de tranquilidad y los destellos de comedia negra para introducirnos a un camino cargado de tensión, violencia y venganza que nos va anunciando a gritos que otorgará un desenlace inolvidable.
Si conocemos la filmografía del director griego, no estaremos esperando un contexto bien explicado ni escenas perfectas, y, a pesar de este particular estilo, la película fluye muy bien en su conjunto. El guión (escrito por Efthymis Filippou y por Yorgos mismo) funciona a pesar de la falta de expresión y tonos de los actores (que, por supuesto, suceden de manera intencional); y la fotografía de Thimios Bakatakis nos hace sentir que todo pasa a través de la vista de un ser superior, que nos lleva a preguntarnos si está juzgando las acciones de Steven o tal vez las de Martin, aunque se concluye que lo más probable es que sólo esté buscando ese momento cúspide de justicia. La musicalización nos lleva de la mano para saber de qué van las intenciones del joven: Desde el principio nos hace saber que su presencia no es buena, y hay un miedo constante al no conocer qué se esconde detrás de esos serenos ojos azules. No hay que olvidar también que se necesita una visión clara del tipo de thriller que se busca para convertir la canción pop como “Burn” de Ellie Goulding en una presentación a cappella que pone los pelos de punta.
Con base en todo lo anterior, podríamos pensar que las actuaciones son un complemento más, pero lo que hacen los protagonistas y el villano es de no creerse. Farrell y Keoghan lo hacen maravillosamente. Steven pasa de ser un doctor simple e inmaculado a un padre y esposo desesperado por salvar a su familia de la inminente catástrofe. Su elegante accionar (y sus impecables manos) se convierte en movimientos furiosos, gestos violentos y descontrolados. Como contraparte, Barry Keoghan nos muestra a un adolescente que parece tímido y agradable en un principio, pero existe detrás de su hablar y su mirada un poder que es imposible de entender en su totalidad. En la serenidad de su voz hay una rabia que no necesita gritarse para hacerse notar, y en los peores escenarios se contiene tanto que pareciera inmune a todo. Cuando ya le dimos la etiqueta de ‘Ser superior’ vemos de repente su miedo y dolor físico, lo que lo regresa al nivel de humano común, y a nosotros nos devuelve las interrogantes iniciales.
¿Cómo se quita uno de encima un hechizo, o una brujería? ¿Existe eso siquiera? El sacrificio del ciervo sagrado no tiene las respuestas, pero el encanto de la película radica precisamente en todo lo que nos obliga a plantearnos. Y lo que en Agamenón pareciera una tragedia alejada de nuestra vida diaria, Yorgos nos la presenta aquí con el nombre de justicia y el viejo concepto de “ojo por ojo”, a través de un chico que cualquiera de nosotros podría ver por la calle, con esos ojos insondables y ese pensamiento sanguinolento bien escondido detrás de una muy calmada y dulce voz.
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