Por: Ale Vega (@PATHGRETEL)
Pocas películas - muy pocas - pueden preciarse de ser experiencias sensoriales. Para lograr este efecto en la audiencia, habría que concentrarse en abarcar, tal cual, todos los sentidos: Llenar la vista, transmitir aromas, música que traspase la rigidez de las bocinas, impregnar la pantalla de texturas, y, por supuesto, provocar un regusto en el espectador. Cuando este cúmulo de elementos se cumplen y unifican, la cinta puede ufanarse de haber dejado su huella en el público.
Este es el caso de la cinta de coproducción uruguaya-brasileña, que lleva por nombre Divino Amor. Dirigida por el cineasta Gabriel Mascaro, nos sitúa en el Brasil del 2027 para contarnos de la vida de Joana (Dira Paes), una mujer recalcitrantemente devota de una congregación llamada Divino Amor, que tiene como base la religiosidad, la unión familiar, y el anhelo de recibir un nuevo Mesías. Joana está casada con Danilo (Julio Machado) y trabaja en el departamento gubernamental que se encarga de la gestión de divorcios, posición que ocupa para convencer a la gente que va a realizar el trámite para que cambien de opinión, y los incita a acudir a la mencionada congregación. Aunque todo parece ir de mil maravillas en la vida de Joana, hay un sufrimiento que la aqueja: Lleva años intentando procrear, ya que su iglesia le ha enseñado que tener hijos es la culminación de una familia exitosa, pero esto no se le ha podido cumplir. Así es como nuestra protagonista recurrirá a todos los métodos posibles para lograrlo (empezando por una ciega fe), llevándonos con ella en un camino intoxicante, tergiversado e irreal.
Divino Amor podría sentirse dividida en dos partes, claramente separadas por los colores rosa y azul (referencia obvia a los tonos con los que se identifican a los bebés): La primera nos pinta la idílica vida de Joana y Danilo, donde ambos disfrutan de la compañía del otro, cumplen con sus deberes de creyentes y conviven armoniosamente con sus semejantes. La segunda, sin embargo, es la parte oscura, la que nos muestra la complicación de no alcanzar un objetivo, la metodología de una iglesia que parece más una secta, y una obsesión que desemboca en cierto rango de locura. Para construir esta distopía, Mascaro (director también de Boi Neon y Ventos de agosto) utiliza como base una crítica al gobierno de su país, que se va fusionando con la religión cada vez más astutamente, controlando así a su gente de manera sutil pero eficaz. Logra su cometido porque no caricaturiza al cristianismo, pero es mordaz al retratar ciertos aspectos del mismo: Se da el lujo de presentar raves con el nombre del salvador en pixeles, asientos masajeadores obligados para embarazadas y “drive thrus” para confesiones, todo como parte de un nuevo método para atraer a las personas hacia este régimen, y catapulta al erotismo como bandera de unión, disfrazándolo de un inocente rito para acercar a más feligreses.
Presentada en festivales de cine como Sundance, Berlín, Guadalajara, Montreal, Ámsterdam, Uruguay y Miami, Divino Amor cumple con ser esa película que se consideraría experiencia sensorial: Está el olor en las flores de Danilo, el tacto con encuentro carnal de nuestros protagonistas, el oído en un festival de música electrónica. y una cinematografía que llena nuestras pupilas con colores neón. Toda la cinta nos transporta a un futuro no tan lejano que, visto superficialmente, parecería pacífico y esperanzador, aunque el trasfondo de esas palabras sea un gobierno que controla a sus habitantes, una religión que se aprovecha de sus creyentes, una normalidad ultraconservadora y de derecha, y un pueblo que obedece ciegamente, probablemente caminando al matadero sin saberlo… a menos de que llegue, efectivamente, aquel prometido Mesías.
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