Los primeros minutos de La Forma del Agua internan al espectador en terreno acuático, lugar donde dos mentes creativas se unen para marcar la identidad de aquello que correrá por dos horas y tres minutos en la pantalla de cine: Guillermo del Toro, con la sencillez y delicadeza de su dirección, junto a Alexandre Desplat, cuya música otorga el tono de calidez a la película. A la par, una voz en off recuerda que las princesas no sólo viven en castillos y bajo telas de largos vestidos; incluso, que los monstruos no cargan cuernos ni ojos rojos.
1962. Una mujer muda, Eliza (Sally Hawkins), corre sus días de manera monótona: ducharse, tocarse, visitar al vecino con facha de pintor fracasado, hacer la limpieza en las instalaciones del laboratorio donde trabaja y regresar a casa en un camión desde el cual puede observar la noche caer a las calles. Cuando un “activo” traído de Sudamérica llega a ser inspeccionado y torturado por las manos de un hombre cuya actitud denota una personalidad sexista, Strickland (Michael Shannon), Eliza cambia su vida íntima, así como perspectiva de sí misma, para descubrir a un ser acuático que le hace sentir sensaciones e incluso libertad como nadie más le había dedicado. Una fruición enorme surge del momento en que ambos seres se descubren el uno al otro.
Con suma simpleza, del Toro crea una de las mejores obras de su filmografía, del año y de la década. La Forma del Agua está inmersa en un mundo donde cada toma recuerda al público los colores fluviales y marítimos sobre los que la historia de amor se desarrolla. Una oda a las artes de la vida; el cine y la música unen a dos individuos e incluso los guía para conocerse y expresarse.
La película se vuelve necesaria para todas las épocas: para la guerra fría, para la era Trump o el apartheid. Personajes como Eliza, Strickland, Giles (Richard Jenkins) y Zelda (Octavia Spencer) ayudan al espectador a entenderse a sí mismo en medio de un caos donde parece que el odio, la intolerancia o el desprecio reinan cada rincón.
El número de secuencias que hacen sentir escalofríos, perplejidad y miles de sensaciones más —difíciles de explicar al experimentarse bajo la luz del proyector— son incontables; tanto por lo soberbio de la estética, así como las emociones desplegadas por acciones. Desde una mirada entre dos, hasta un desesperado intento por hacer entender al otro que el amor se puede sentir aun cuando las similitudes de la piel sean tan lejanas.
La Forma del Agua es la respuesta para que alguien entienda de dónde nace al amor al cine, a la otredad y a lo desconocido. Un baño inundado al interior de un apartamento, donde dos seres se entregan a sí mismos completamente desnudos, hace sentir lo que es estar enamorado; escena de muchas que traen el sentimiento de vuelta. La base del cine es transmitir sensaciones, mostrar emociones y hablar a un espectador que cree saber poco del mundo fantasioso proyectado frente a sus ojos, pero que en realidad le es tan cercano; tanto, que termina por recordarle qué tan bella es la vida y por qué vale la pena pelear por su vehemencia.
En su última obra, del Toro hace un cine tan natural, orgánico y profundo donde cualquier persona se puede sumergir hasta perderse, hacerse sentir parte de la imagen; cine que tan sensatamente se vuelve poesía.
Twitter: @Ggarellano22
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