Lady Bird tiene un problema. Lady Bird tiene 17 años.
Pretender ser quien no somos, buscar nuestro lugar en el mundo, enfrentarnos a nuestros a todo el mundo, enfocar nuestro futuro. La adolescencia, el último paso para ser adulto.
Con el apodo de Lady Bird, la joven Christine (Saoirse Ronan) cursa su último año en la escuela católica de la ciudad de Sacramento. Confusa respecto a su futuro e intentando definirse a sí misma, Christine sueña con estudiar en la costa este y ser independiente, alejándose de su sobreprotectora madre.
Llena de tópicos y momentos del día a día, Greta Gerwig nos presenta su adolescencia en otra de las propuestas más aclamadas del año. Lady Bird es un canto a la nostalgia, una vuelta al pasado para recordarnos quiénes somos y cómo de difícil fue conseguirlo. El punto fuerte de la cinta reside en acudir a estos tópicos y evidencias para reflejar no solo el día a día de nuestra protagonista, sino el de todos nosotros. Estos aspectos se tratan de una forma tan natural y real que su virtud, y no su crítica, consiste en no inventar, en ser lo menos creativos posibles. Porque en mayor o menor medida, solo hay que echar la vista atrás: enfrentarnos a nuestros padres, pedir perdón de la forma menos evidente posible, enamorarse, romper amistades y hacer otras nuevas. Crecer es inevitable, y solo si es difícil consigue ser efectivo.
Christine no es una adolescente cualquiera. Toma el control de su vida, se vuelve única con el mote de Lady Bird, elemento más representativo de la búsqueda de identidad, se enamora, planea su futuro, se enfrenta al mundo. Pero Christine no es una adolescente cualquiera. Compartir problemas propios de la juventud no nos hace únicos, pero tampoco iguales. Aunque el envoltorio sea parecido, el proceso de maduración es personal, las elecciones tienen consecuencias propias y las inquietudes solo nos representan a nosotros mismos. Las situaciones y experiencias son comunes, pero el efecto de todas ellas es único. Solo Christine puede sentir lo que ella siente. Y eso es lo que consigue atraparnos, revivir el pasado propio a través de un reflejo común.
Dentro de toda una red de relaciones y problemas vitales, cabe destacar la relación madre e hija, impregnada de verdad en cada plano gracias a las espléndidas interpretaciones, pero también a los diálogos. Naturales, sin pretensiones, las palabras reflejan el estado emocional de los personajes y la continua batalla entre amor y odio. Marion, una madre frustrada ante la adolescencia, se debate entre mantener a su hija a salvo y dejarla ir. Christine pasa por el duro trabajo de situarse en el mundo y no está dispuesta a dejar un margen de error, ni a su madre ni a ella misma.
Ahora bien, la maduración consiste en esconder su dificultad a la persona que la sufre. Y Christine, como una más, cae víctima de su propio control. La realidad se escapa de sus planes, se refleja en primeros amores fallidos, en futuros rotos por la crisis económica, en amistades perdidas, en el reflejo de tus padres, enemigos vitales hasta entonces. Asumir los errores y aprender de ellos es el verdadero crecimiento de la protagonista, y ambos eslabones se consiguen en dos momentos calves del film. Por un lado, Christine vuelve a reconocerse a sí misma con su nombre real, no como Lady Bird, porque al fin y al cabo nuestro nombre es lo que representa todo lo que somos. Por otro, ella y su madre llegan al punto álgido de la relación cuando Marion asume la partida de su hija y Christine comprende que no son tantas las diferencias que las separan.
Lady Bird nos invita a pasar un buen rato, a sacarnos una sonrisa e incluso a calmarnos si en estos momentos nos enfrentamos a alguno de los perfiles presentados. No hay continuidad entre las cosas, no podemos tirar de un hilo de razón y lógica entre cada una de las escenas. Solo nos ofrece un camino ya conocido, fácil de recorrer, sin ningún artificio técnico. Porque todos hemos sido, y en alguna parte lo seguimos siendo, Lady Bird.
Por: Sara Salguero
Twitter: @sarita_sr93
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