Por: Ale Vega (@PATHGRETEL)
En la palabra Etéreo hay un tono de ligereza que se alcanza a apreciar, pero no puede definirse del todo. La vaguedad de su uso y asentamiento en el lenguaje nos permite jugar con ella para describir algo que flota con libertad, que fluye, y que es al mismo tiempo aterrizado y parte del ser. Su etimología, que nos refiere al cielo, alude reflexión: Hay un más allá que está presente, y no.
Representar esta disertación en imágenes pudiera resultar en una tarea titánica, no se diga la dificultad de construir una historia que nos remita a esta palabra; y, sin embargo, la más reciente película del director tailandés Apichatpong Weerasethakul parece estar cimentada en ella. Situándose en una Colombia de clima cambiante, donde la lluvia y los rayos del sol se mimetizan con una vegetación extensa, invita al público a ser parte del ambiente con los sonidos del viento, del caer de las gotas, de los pájaros que trinan a lo lejos. Las escenas en las que la naturaleza se hace presente llegan a ser tan apabullantes (en el mejor de los sentidos) que no nos queda más que dejarnos llevar y adentrarnos: oler el pasto, apreciar la ausencia de ruido y dejar de lado nuestras rutinarias nimiedades. Estamos a merced del cineasta y una visión que evoca, por momentos, al realismo mágico.
Jessica Holland – guiño a Jacques Torneur y su filme ‘I walked with a zombie’ - es una botánica irlandesa que se encuentra en Bogotá visitando a su hermana, cuando escucha un particular retumbo en la madrugada, que posteriormente le impide dormir. La interpretación de esta mujer en busca de respuestas corre a cargo de la siempre impecable Tilda Swinton, quien en cada movimiento, gesto y diálogo confecciona a una protagonista inmersa en el pensamiento, suave, casi fantasmal, que es parte del escenario y a la vez lo observa desde fuera. Weerasethakul regala en este personaje su propia visión de un extranjero que ha sucumbido a la belleza silvestre de Latinoamérica, esa que se abre paso entre el urbanismo que la consume sistemáticamente. No es casualidad que la haya elegido como locación para realizar su primera cinta fuera de su país natal.
Y, a pesar de la delicada magnificencia de Jessica (y su hipnotizante español), el papel principal de ‘Memoria’ parece recaer en el Bang que resuena en ella, donde la película comienza. Siendo él mismo presa de la enfermedad llamada “Síndrome de la cabeza explosiva”, Apichatpong decide que este mal no es una afección meramente corporal: La onomatopeya tiene aquí fines prácticamente lúdicos, nos da la oportunidad de explorar de dónde procede o qué es lo que se despierta a partir de él. Es así como el sonido de un golpe – no uno cualquiera, sino el que es contundente y estrepitoso – puede haberse creado por factores externos, como la construcción o, peor aún, destrucción de un hábitat; o algo interno, como un recuerdo recobrado o un trauma que se niega a desaparecer. Si el Bang proviene de adentro, el impacto dejará tras de sí una vibración que marcará de manera invisible pero definitiva a la persona que la lleva. ¿Podemos entonces, si nos sucede, vivir con la perenne reverberación de los sucesos que nos forman como individuos?
‘Memoria’ es, como un ejercicio introspectivo tanto del cineasta como para su audiencia, una exploración sensorial de lo que somos como especie, de lo que nos hace eco de manera inherente y lo que nos acerca a nuestras raíces, por más que creamos que nos hemos alejado de ellas. Más allá de una trama que quiera enfocarse en un arco narrativo, busca la conciencia y la melancolía de cada espectador para preguntarle qué es lo que encuentra en el filme, qué le hace sentir, qué vivencias le trae a la mente. Es quizá una de las frases de Hernán (Elkin Díaz), otro de los personajes clave, la que explica más acertadamente el vacío previo a la explosión: “Las experiencias son dañinas, hacen que la tormenta de mi memoria se vuelva más violenta”.
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