El cine de Quentin Dupieux tiene una cantidad importante de peculiaridades que lo destacan de sus colegas y que, gracias a su originalidad, le han ido sumando seguidores a través de sus ahora ya trece películas. Su desparpajo para presentar situaciones irreverentes, giros absurdos y personajes hilarantes y desmedidos se entreteje con su genuina curiosidad por descubrir aristas de la condición humana que navegan de lo decente a lo turbio sin ser juzgados ni caer en innecesario drama.
Hoy podemos apreciar uno de sus más recientes trabajos, en el que no sólo vuelve a tomar sus consabidos elementos, también profundiza en esa línea con la que hemos querido delimitar los conceptos de la vocación y el entretenimiento. ‘Yannick’ comienza con la obra de teatro ‘Le Cocu’, en la que un marido engañado (Pio Marmaï), su esposa (Blanche Gardin) y el nuevo interés romántico de ella (Sébastien Chassagne) están discutiendo dentro de una cocina. La escena se interrumpe cuando Yannick (Raphaël Quenard), uno de los asistentes a la misma, se levanta de su asiento para explicarles que la obra no le está gustando. Cuando los actores deciden echarlo del sitio - y de paso burlarse un poco de él-, éste vuelve para obligarlos, de una forma muy particular, a que hagan una mejor puesta, acorde a sus términos.
‘Yannick’ es una cinta que se desarrolla durante poquito más de una hora, tiempo más que suficiente para que los espectadores se hagan varias preguntas: Qué tan válido es reclamar cuando un proyecto no es de tu satisfacción, si uno mismo alzaría la voz para proclamar su descontento, cuál sería la solución que subsane las molestias… Todo esto mientras las acciones y decisiones de Yannick nos generan risas, incomodidad y un tanto de pena ajena. La actuación de Raphaël Quenard es impecable de principio a fin, ya que representa a la perfección a un individuo anodino como cualquiera, a quien sólo le interesa pasar un buen rato ahora que su horario laboral se lo ha permitido. Aunque pudiera tildársele de tonto y acusarlo de egoísmo, nos gana con su honestidad e inocencia, además de la ligereza con la que se dirige al público, ya que se muestra empático y jamás busca dañar a nadie, con lo que incluso logra ponerlos de su lado.
Porque, efectivamente, el quid de ‘Yannick’ parece ser cuánto de lo que es considerado arte es intocable e indebatible, y cuánto puede fungir como distracción en pos de la complacencia de la audiencia. Utilizando el arquetipo del hombre perteneciente a la clase trabajadora, nuestro protagonista habla de lo que le costó llegar al recinto y la dificultad de tener un día libre para ello, reclamando que hizo todo eso para obtener un producto que no sólo no le estaba divirtiendo, lo estaba haciendo sentir peor. Su contraparte, el histrión Paul Riviere, se exaspera más adelante en el largometraje y confiesa que él deseaba hacer cine, para ser legendario como “Depardieu o Belmondo”. Dupieux expone estos retazos en su guion para interceder por ambas miradas, aquellas que quieren enaltecer la dramaturgia como el fino oficio que existe desde la Grecia antigua, sin demeritar el hecho de que son los más los que han querido refugiarse en estos espectáculos simplemente para huir de la cotidianeidad, y deleitarse un par de horas con algo que les fascine y recree.
Con una filmación de seis días realizada en total secretismo y un estreno en el Festival de Cine de Locarno, ‘Yannick’ pone en la mesa una interrogación en apariencia sencilla y, a la vez, en extremo compleja. Precisar qué es el arte no sólo nos llevaría horas de diálogo y una exposición de ejemplos infinitos, además de que probablemente no llegaríamos nunca a un esclarecimiento que agrade al mundo por igual. Quizá el director parisino prefiere que, en lugar de eso, exploremos las sensaciones y emociones que emanan de nosotros a partir de él: una lágrima, evocada por la pena, la alegría o el enojo, explica mucho más del arte que mil definiciones inventadas.
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